domingo, 17 de abril de 2016

Y tú, ¿a qué te refieres con traducción?

Si pienso en mi vida desde que está ligada a la traducción, me vienen mil y una historia por la que podría empezar a recordar qué es para mí esta profesión.

Empecé los estudios de Traducción e Interpretación hace unos 4 años. Sevilla lucía tanto como siempre y bajo una carpeta empapelada por mis padres para que no me perdiera en ese desconocido mundo en el que me adentraba, llegué a mi primer día en la universidad. Miro atrás y me veo rodeada de futuros amigos y sonrío. Les sonrío para disimular que lo de la cara de asustados no era ni mucho menos por miedo, sino por la incertidumbre de lo que estaba por llegar. Aquel día pasó, al igual que aquel año.

Aprender, aprendí. De todo, menos traducción, todo hay que decirlo. Es cierto que los primeros años universitarios quieren abarcar tanto que corren a una velocidad tan rápida que solo somos conscientes de que hemos vivido ese período, cuando pasan los años y nos sentamos a hacer balance. Recuerdo una desorientación total, quizás propiciada por el cambio que supuso cambiar de ciudad, de vida y mentalidad. Asimilar que es tanta la información que se nos escapa de las manos hizo en más de una ocasión replantearme si realmente no estaba equivocándome de lugar.

Llegó segundo con nuevos retos y objetivos. Y ya no hablemos de tercero. Tuve la gran suerte de cursar ese año como estudiante ERASMUS en Italia. Y sí, le llamo suerte porque a pesar de que sea una oportunidad que se nos brinda a casi todos, tuve la suerte de reencontrarme allí y entonces conmigo misma. Me reencontré con todo lo que me había llevado hasta allí. Cada obstáculo y dificultad se convertía en logros. La pasión por los idiomas, y más en un país extranjero, me recordó que la traducción siempre había estado camuflada al final de la montaña, viéndome subir peldaños. Llegó como una bocanada de aire fresco, me enfrenté por primera vez al difícil mundo que le rodea. Discúlpame si estás pensando que no es para tanto y que todos hemos tenido que enfrentarnos alguna vez a los problemas que presentan los idiomas. Pero es que hablo de traducción, no te equivoques. Le hablé de tú a tú, llegando a entablar una relación tan fuerte con ella que me trajo hasta aquí.

Me enseñó que el mejor traductor no es el que sabe mil idiomas, ni siquiera el que maneja tres a la perfección. Aprendí que traducir es abrir los ojos y ver la realidad desde la piel del otro. Traducir es saber reconocer que la ciudad más increíble no siempre es Nueva York, ni Roma la más bonita; que el blanco puede ser luto y las siete de la tarde, la hora de dormir. Que no es un texto origen y otro meta, sino que es mucho más que equivalencia de términos. Traducir es sentir otra cultura, ser partícipe de una tradición, es viajar a cualquier punto geográfico desde tu escritorio simplemente con lápiz y papel en mano.

Si pienso en mi vida desde que está ligada a la traducción, me cuestiono qué he estado haciendo todo este tiempo. Y, seguramente, tú como yo, has bebido tablas de vocabulario, has soñado con mil reglas gramaticales y cantado bajo la ducha canciones de Adele para mejorar la pronunciación.


Y, ¿ahora? Ahora que ya casi tocamos la meta con la punta de la nariz, empieza la carrera. Nos han formado a la perfección para que, cuando suene el pistoletazo, le demos sentido a todo este cuento. Salgamos a la calle a contarles que, gracias a las traducciones de los textos normativos, podemos encender la lavadora o coger un tren de Ámsterdam a París. Que gracias a la audiodescripción, Carlitos puede imaginar cómo es Woody o Buzz. O que cuando los conflictos bélicos entre países terminen, en parte, debemos agradecérselo a un traductor. En definitiva, recordémosles que la mano invisible del traductor también salva vidas, une fronteras y acerca mundos.

Lucía Zamora Rodríguez

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