Si pienso en mi vida desde que está ligada a la traducción,
me vienen mil y una historia por la que podría empezar a recordar qué es para
mí esta profesión.
Empecé los estudios de Traducción e Interpretación hace unos
4 años. Sevilla lucía tanto como siempre y bajo una carpeta empapelada por mis
padres para que no me perdiera en ese desconocido mundo en el que me adentraba,
llegué a mi primer día en la universidad. Miro atrás y me veo rodeada de
futuros amigos y sonrío. Les sonrío para disimular que lo de la cara de
asustados no era ni mucho menos por miedo, sino por la incertidumbre de lo que
estaba por llegar. Aquel día pasó, al igual que aquel año.
Aprender, aprendí. De todo, menos traducción, todo hay que
decirlo. Es cierto que los primeros años universitarios quieren abarcar tanto
que corren a una velocidad tan rápida que solo somos conscientes de que hemos
vivido ese período, cuando pasan los años y nos sentamos a hacer balance. Recuerdo
una desorientación total, quizás propiciada por el cambio que supuso cambiar de
ciudad, de vida y mentalidad. Asimilar que es tanta la información que se nos
escapa de las manos hizo en más de una ocasión replantearme si realmente no
estaba equivocándome de lugar.
Llegó segundo con nuevos retos y objetivos. Y ya no hablemos
de tercero. Tuve la gran suerte de cursar ese año como estudiante ERASMUS en
Italia. Y sí, le llamo suerte porque a pesar de que sea una oportunidad que se
nos brinda a casi todos, tuve la suerte de reencontrarme allí y entonces conmigo
misma. Me reencontré con todo lo que me había llevado hasta allí. Cada
obstáculo y dificultad se convertía en logros. La pasión por los idiomas, y más
en un país extranjero, me recordó que la traducción siempre había estado camuflada
al final de la montaña, viéndome subir peldaños. Llegó como una bocanada de
aire fresco, me enfrenté por primera vez al difícil mundo que le rodea.
Discúlpame si estás pensando que no es para tanto y que todos hemos tenido que
enfrentarnos alguna vez a los problemas que presentan los idiomas. Pero es que
hablo de traducción, no te equivoques. Le hablé de tú a tú, llegando a entablar
una relación tan fuerte con ella que me trajo hasta aquí.
Me enseñó que el mejor traductor no es el que sabe mil idiomas,
ni siquiera el que maneja tres a la perfección. Aprendí que traducir es abrir
los ojos y ver la realidad desde la piel del otro. Traducir es saber reconocer
que la ciudad más increíble no siempre es Nueva York, ni Roma la más bonita;
que el blanco puede ser luto y las siete de la tarde, la hora de dormir. Que no
es un texto origen y otro meta, sino que es mucho más que equivalencia de
términos. Traducir es sentir otra cultura, ser partícipe de una tradición, es
viajar a cualquier punto geográfico desde tu escritorio simplemente con lápiz y
papel en mano.
Si pienso en mi vida desde que está ligada a la traducción, me
cuestiono qué he estado haciendo todo este tiempo. Y, seguramente, tú como yo,
has bebido tablas de vocabulario, has soñado con mil reglas gramaticales y cantado
bajo la ducha canciones de Adele para mejorar la pronunciación.
Y, ¿ahora? Ahora que ya casi tocamos la meta con la punta de
la nariz, empieza la carrera. Nos han formado a la perfección para que, cuando
suene el pistoletazo, le demos sentido a todo este cuento. Salgamos a la calle
a contarles que, gracias a las traducciones de los textos normativos, podemos
encender la lavadora o coger un tren de Ámsterdam a París. Que gracias a la
audiodescripción, Carlitos puede imaginar cómo es Woody o Buzz. O que cuando
los conflictos bélicos entre países terminen, en parte, debemos agradecérselo a
un traductor. En definitiva, recordémosles que la mano invisible del traductor
también salva vidas, une fronteras y acerca mundos.
Lucía Zamora Rodríguez
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