Hoy quiero hablaros de mi
experiencia como voluntaria en Cruz Roja como profesora de español para
inmigrantes.
En primer lugar, hay que decir
que Cruz Roja ofrece una amplia oferta de voluntariado que incluye muchísimos servicios
a la comunidad. Al principio opté por el proyecto que ellos mismos llaman «ludoteca»,
es decir, jugar con los niños ingresados en el hospital. Fue una experiencia
agridulce. Por un lado disfruté volviendo a ser niña con ellos, pero por otro
tienes que estar preparado psicológicamente para ver cosas que puedan
impactarte, sobre todo por ser niños, y yo no lo estaba.
Después de dos años disfrazándome
de payaso y regalando sonrisas, decidí cambiar de ámbito y meterme en lo que
realmente disfrutaba: las lenguas. Me enteré de que Cruz Roja ofrecía un
voluntariado, que precisamente en ese momento necesitaba gente, para impartir
clases de español a inmigrantes que, en su mayoría, por no decir en su
totalidad, eran africanos. Decidí probar y la experiencia fue maravillosa.
El proyecto consistía en ayudar a
los inmigrantes a defenderse en español, al menos en las situaciones que
podrían darse en el día a día, tanto en expresión como en comprensión, a través
de fichas y actividades lo más aplicadas a la vida cotidiana posible. Funcionaba
por niveles, y evidentemente cuanto más alto es el nivel, más sencillo resulta
para el profesor, porque eso significa que la persona que quiere aprender tiene
cierto dominio de la lengua. La meta de este proyecto es conseguir que los
inmigrantes hablen el máximo español posible para poder aumentar sus
posibilidades de encontrar trabajo.
Al principio estaba un poco
perdida. Mi primera alumna fue una chica de 26 años que, por suerte, hablaba
francés como segunda lengua, por lo que lo tuve un poco más sencillo a la hora
de explicarle la gramática sobre todo, e incluso hablaba algo de español.
La primera dificultad real se me
presentó a los cuatro meses de haber empezado, cuando ya tenía algo de
experiencia y decidieron ponerme en el nivel básico (como no contaban con
muchos voluntarios, cualquiera con la más mínima experiencia pasaba a ese
nivel), y se me presento la siguiente situación: un hombre de unos 30 años que
no conocía ni si quiera nuestro alfabeto. El primer día, entré en el aula y,
por lo que entendíamos de sus gestos, su primera reacción fue negarse a recibir
clases de una mujer (era de religión musulmana) y exigía hablar con un hombre.
Poco a poco le hicimos entender que nuestra cultura era diferente y que tendría
que adaptarse. Supuso un verdadero reto, pero con paciencia y esfuerzo,
conseguimos incluso que este hombre encontrase trabajo. Hoy es un hombre con
trabajo digno y estable y una familia, e incluso tiene acento andaluz.
Podría contar mil anécdotas de
mis dos años como voluntaria, pero he escogido estos dos porque son los que
mejor resumen la experiencia: es cierto que hubo momentos buenos, pero también
los hubo difíciles, pero de todo se aprende y cuando ves los resultados y cómo
has ayudado a alguien que lo necesitaba, te das cuenta de que mereció la pena.
Lo que más me llamó la atención
fue la voluntad y el esfuerzo que le dedicaban tanto los que querían aprender
como los que querían enseñar. La importancia del compañerismo fue una de las cosas
que aprendí: a veces la situación complicada me tocaba a mí y otras veces era a
otro compañero, pero nos apoyábamos mucho.
Lo mejor de todo es que es un
trabajo recíproco, es decir, yo les enseñaba, pero también aprendí muchas cosas
de ellos, tanto de lenguas como en el ámbito personal. Y para una estudiante de
traducción e interpretación como yo, este choque de culturas y lenguas fue ante
todo alucinante.
Pero lo más importante es que
adquirí muchísima experiencia en el sector de la enseñanza, porque además
algunos de los voluntarios eran profesores que trabajaban en institutos y en
sus tardes libres iban a ayudar, e incluso profesores jubilados, y todos nos
daban consejos y nos ayudaban en lo que podían.
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María Jesús Ortega López
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